Una vez conocí un niño en Angola. Se llamaba Jerónimo y era huérfano. La noche aquella que hoy revivo es ya antigua y lejana pero recuerdo que las estrellas brillaban como nunca, en el ‘mato’ hacia frío y podíamos oír al otro lado del río Kuito las canciones de la guerrilla de UNITA. No había luna y solo veíamos los puntitos titilantes de algunas hogueras y una mezcla difusa de canciones de un enemigo emboscado, tan cerca del río, tan cerca de nosotros… Y aquella guerra civil llevaba entonces casi treinta años matando.
El horror había comenzado en 1961 cuando Angola era una provincia portuguesa y debió haber terminado el 11 de noviembre de 1975 cuando Portugal reconoció la independencia de su antigua colonia mediante el Tratado de Alvor. Había sido la guerra de descolonización más larga de todas las guerras de independencia africanas. Pero la paz no siguió a la guerra. Las diferentes guerrillas que habían combatido ferozmente a los portugueses, controlaban diversas zonas de enorme país y aspiraban todas ellas a controlarlo en su totalidad y se impuso el MPDL de clara inspiración marxista. Pero controlar un país en el que coexisten 17 lenguas y otras tantas etnias, a menudo enfrentadas por odios atávicos e ideológicos, no era cosa fácil.
Además en 1975 la dinámica de la ‘guerra fría’ supuso la intervención inmediata en el conflicto de la URSS y los Estados Unidos, a través de sus respectivos aliados geográficos (Cuba por parte de la URSS, Sudáfrica por parte de los Estados Unidos). No olvidemos que Angola es uno de esos países castigados por la ‘maldición de los recursos’ (diamantes, petróleo, pesca…), cuya abundancia a veces es también causa de su destrucción. Y así en 1975 la guerra de independencia se transformó súbitamente en una guerra civil brutal y cruenta, que durante décadas ensangrentó a varias generaciones de angoleños e hipotecó el futuro del país (hoy en día, más de quince años después de la paz, las minas antipersona y anticarro siguen causando víctimas).
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