13/3/2017 – 09:17
La vida y obra de Antoine de Saint-Exupéry son una amalgama indisoluble de cuerpo y alma, instrumentos de navegación y poesía, de acción y pensamiento… En Ciudadela, su obra póstuma e inacabada, escribió: «¿qué es una piedad que no toma en sus brazos para mecer? (…) ¿qué es una cólera que no puede golpear y no hace más que arrojar palabras vacías en el viento que las lleva?». Su vida está recorrida de un desencanto a otro y su personalísima ética fue forjada afrontando las pruebas más feroces del destino sin perder su fe en el hombre, como nos recuerda en el capítulo V de Carta a un rehén: «¡Respeto por el hombre! ¡Respeto por el hombre!… ¡He allí la piedra de toque!»
En 1926 se inicia en la aviación. Conoce a los pioneros: Guillaumet, Vacher, Mermoz… 1927 ya es jefe de base aérea en Marruecos español y poco después reside en Buenos Aires. Sin embargo ningún sitio debajo del aire es bueno para él: «con el avión hemos aprendido la línea recta». En 1939 confiesa a un amigo que para el «volar y escribir son la misma cosa».
Saint-Exupéry fue un soldado y un poeta. Fue un místico que no quiso recluirse en su cenobio y optó por participar activamente de la vida para cambiarla. Recuerda mucho al poeta-soldado Garcilaso de la Vega – muerto como él en combate- y al miles Christi San Ignacio de Loyola. Ciudadela – la culminación de su recorrido vital místico– es una especie de Ejercicios Espirituales, una guía para la acción reflexiva, para la actividad prudente. «El hombre es antes que nada el que crea», escribe en Ciudadela. Pero no se trata de un «hacer por hacer», sino de un hacer prudente, reflexivo, maduro y amoroso «pues he visto extraviarse la piedad demasiadas veces…», como nos recuerda en la primera frase de Ciudadela. Y prosigue en su hermoso testamento:
Y descubrimos que la vida no tenía sentido más que si se la cambia poco a poco (…) Nada se espera del hombre que trabaja para su propia vida y no para la eternidad (…) Cuando se van, nada de ellos queda (…) No amo a los sedentarios del corazón. Los que nada cambian y nada llegan a ser (…) Y el tiempo se desliza para ellos como el puñado de arena y los pierde. ¿Y qué devolveré a Dios en su nombre?
Hay mucho de renacentista en Saint-Exupéry y toda su vida (y en ella, naturalmente, englobo a su obra) puede ser entendida como un largo y tortuoso camino de perfección. Escribe en Ciudadela: «Los que por haber conquistado se hacen sedentarios están ya muertos». Y continua: «Toda ascensión es dolorosa. Todo cambio es sufrimiento». Saint-Exupéry no buscaba solamente dejar impresas unas palabras resultonas a lo Paulo Coelho (que dios me perdone su intromisión en este escrito), sino cambiar el mundo. Mejorar. Progresar. Luchar cuando había que hacerlo, brindar, amar y escribir cuando dictara un corazón ilusionado. Hay una maravillosa frase en Ciudadela – una de tantas- que sintetiza está pulsión vital y efervescente: «No inventes un imperio donde todo sea perfecto (…) Inventa un imperio donde simplemente todo sea ferviente». Saint-Exupéry ama a sus amigos y ama la humanidad: «Pesa en mi corazón el peso de todos aquellos que no saben encontrar un hombro. Rechazados y separados de los suyos». Su amor tiene mucho del «Amor Mundi» agustiniano que pocos años antes había estudiado la también pensadora y activista Hannah Arendt. Y de este modo se mezclan en su compasión por quienes sufren, los Evangelios, el Talmud y hasta aquellas campanas que, según John Donne, doblaban por nosotros.
¿Qué es la amistad para Saint-Exupéry?
En una época en la que tan fácilmente se emplea y abusa del término «amistad» -y las redes sociales no son ajenas a ello- no viene mal reflexionar un poco sobre ello. Una de las más hermosas obras publicada por Saint-Exupéry es Carta a un rehén, el emotivo ensayo que escribió en 1943 pensando en su viejo amigo León Werth. En aquella época León estaba ocultó de los nazis en la Francia de Vichy, pues era judío y su vida, como la de tantos otros miles, peligraba. Saint-Exupéry vivía exiliado en Nueva York y sentía una enorme impotencia al no poder hacer nada más por su país y sus viejos amigos. Su amigo León Werh es, por cierto, el mismo León a quien Exupéry había dedicado El Principito: «A León, cuando era niño».
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