Llevo más de 30 años en esto de la RSC. La conocí cuando la denominábamos ética de los negocios, más tarde RSC o RSE, después sostenibilidad y parece que últimamente tendemos a identificarla como ESG (o ASG los más internacionales). Sabe dios cómo la conoceremos dentro de una década. Pero más allá de nominalismos, creo que en este caso lo importante es la rosa y no tanto el nombre. Lo que cuenta es el fin de la sostenibilidad y sus contenidos virtuosos, que década tras década se van concretando y haciendo más tangibles, a veces bajo la forma de leyes con lo que se trasladan del ámbito de la ética (que siempre es voluntaria) al de la legalidad (que siempre es obligatoria).
Sostenibilidad
Hoy ya no bastan aquellas viejas declaraciones de intenciones y golpes de pecho de hace unos años (el ‘digo’ o la moral sentida) sino que se nos impele a actuar en coherencia con lo declarado (el ‘hago’ o la moral vivida). El aseguramiento del cumplimiento normativo o ‘compliance’ se ha desarrollado exponencialmente estos últimos años para cubrir esa demanda social, comercial y política.
Cada uno de quienes nos movemos en este territorio sabemos que se trata de un campo muy resbaladizo precisamente por su polivalencia y amplitud, lo que facilita su ambigüedad, a veces muy calculada. El ‘alargamiento conceptual’ de Sartori es una amenaza muy real para algo a menudo tan intangible como lo es la sostenibilidad y su sustrato de valores (sociales, ambientales, etc.): cuando todos nos declaramos ‘sostenibles’ probablemente estamos desvirtuando el verdadero sentido de la palabra, del mismo modo que cuando calificamos de ‘fascista’ a todo aquello que nos resulta execrable estamos destruyendo el genuino concepto de fascismo.
Y de ese alargamiento conceptual en el ámbito de la sostenibilidad es muy fácil pasar al ‘greenwashing’ o la ‘cosmética’ sobre la que nos alertaba Adela Cortina hace ya muchos años desde la Fundación Etnor. Recuerdo que en aquella época ironizábamos con aquello de que ‘la ética lava más blanco’. A veces será una cosmética maliciosa, otras lo será imprudente, pero en ambos casos (por acción voluntaria o por omisión de prudencia y reflexión) se tratará de una acción irresponsable y moralmente reprobable cuyo destino final es la deslegitimación social del perpetrador.
La otra amenaza que desde hace años percibo en el debate público para la aplicación de políticas y estrategias de sostenibilidad es su creciente politización y apropiación ideológica. La polarización política de nuestras sociedades está agravando esta tendencia de suma cero.
Creo que la lucha por el ‘bien común’ no puede ser patrimonio de siglas políticas o ideologías. La ética, las virtudes o la deontología son ‘códigos abiertos’ que han ido conformándose a lo largo de los siglos, nutridos por el humus de errores y logros de la religión, la filosofía, las costumbres y prácticas profesionales, de las demandas sociales y si, también, de la acción política, pero no de una sola política sino del consenso de muchas de ellas (en Europa ese acuerdo entre liberalismo y socialdemocracia creó el hoy amenazado ‘Estado del bienestar’). La declaración universal de derechos humanos de 1948 es hija de la gran tragedia colectiva que fue la Segunda Guerra Mundial y el Genocidio. La pesadilla de los monstruos a veces produce Razón.
Por lo tanto, la ética de las organizaciones no debería tener el copyright de unas siglas, ni puede ser un eslogan para captar votos. Nos pertenece a todos, pues responde a problemas que nos afectan a todos y en dónde todos aportamos o tratamos de hacerlo del mejor modo sin tener la certeza de cuál será el ‘número áureo’, aunque contemos con la orientación de una ciencia a menudo muy maltratada. Por eso me resulta tan irresponsable esa parte de la derecha que abjura ‘en bloque’ de la sostenibilidad por considerarla ‘de rojos’, como esa otra parte de la izquierda que se apropia de ella al considerar que tienen la exclusividad de las virtudes frente al monopolio de los vicios que atribuye a sus adversarios.
Y es justo con dinámicas de este tipo como se imposibilita la ética dialógica, pues al no ser posible la comunicación e intercambio sincero entre todos los interlocutores válidos (y las sociedades democráticas son política e ideológicamente plurales) será también inalcanzable un acuerdo que concrete soluciones a los problemas complejos que afronta el siglo.
Un siglo —todo hay que decirlo— que es también el mejor momento que ha vivido la humanidad en casi todos los parámetros de los que tenemos registros: salud, pobreza, libertades, conflictos, educación, bienestar social, etc. Léase a este respecto En defensa de la Ilustración de Steve Pinker o consúltese la web ‘Our World in Data’. Hay esperanza, claro que sí, pero todo sería mucho más sencillo si dejáramos fuera de la guerra sucia política los grandes ejes de la sostenibilidad. Una especie de Convención de Ginebra que salvaguardara del horror de la guerra política a los ‘no combatientes’ que seríamos todos aquellos que creemos que la sostenibilidad sólo funciona si todos pueden sumar.
Fernando Navarro García
Presidente ejecutivo
INNOVAÉTICA CONSULTING